martes, 25 de septiembre de 2012

“LULITA” DESDE RILKE Y BRUCE WILLIS




“LULITA” DESDE RILKE Y BRUCE WILLIS
Por José Ricardo Alzate*


Antes de ver “Lulita”, la nueva obra de Fractal Teatro basada en el cuento de Andrés Caicedo, ya tenía creada cierta expectativa. Varias personas me habían preguntado si la había visto y por esa rara costumbre que tenemos, más cercana al cine, de no contar cómo va una película, todos se ahorraron sus opiniones y solo me dijeron que fuera a una función. A mí en verdad siempre me ha gustado que me cuenten las películas antes de verlas, incluso disfruté viendo “Sexto Sentido”, sabiendo el secreto de que el personaje de Bruce Willis estaba muerto, que a estas alturas, no es ya ningún secreto.

Podría pasar por indelicado y contar todo lo que pasa en la obra, pero el secreto de “Lulita” no es como el de Bruce Willis en la película. No es algo que sea susceptible de ser contado, ni está así de cerca, porque apreciarla se convierte en una experiencia sensorial, en un momento que debe ser vivencial y no hace ninguna gracia (ni siquiera con las ganas de hacer la maldad) el contar algo que además va más allá del texto en el que se basa que, eso sí, hace bien leerlo antes de asistir a una función.

 “Lulita” no es exactamente una puesta en escena, es más preciso decir que es una puesta en imágenes poéticas a partir de una narración que alienta la imaginación: el texto que ponen en el aire los actores corre por un lado y las acciones que ocupan el espacio van en otro sentido, encontrándose en puntos muy bien logrados que hacen que el momento en que son vistas y escuchadas entre las gradas por quienes asistimos, causen en nuestra percepción algo muy cercano a lo apacible, algo así de bello como quien ve dormir un bebé de días.

Ya me perdonarán que escriba de un modo tan personal sobre la pieza teatral de Fractal Teatro, pero deberán entenderme en que verla se constituye en una vivencia íntima, en algo que no fue hecho además para que sea visto por muchos al tiempo, sino por pocos y de cerca, es una obra para primeras filas, para un círculo pequeño, para dejarse estar solo con los personajes que relatan sus pensamientos y denotan sus emociones con pequeñas acciones puntuales.

Los personajes de Andrés Caicedo son inocentes y trágicos. Inocentes porque siempre se aferran a una esperanza, por más tonta que sea;  y trágicos porque sus días están llenos de angustias cotidianas que les roban la vida y el sueño. Sus pequeñas hazañas les cobran el alto precio de sus decisiones y los hacen cargar el lastre del sufrido amor adolescente: es la incertidumbre del amor con barreras, de visitas de sofá con padres en el segundo piso, de besos furtivos tras las puertas, de insalvables diferencias sociales, con la eterna pregunta de qué es en verdad el amor y si además llegarán a ser dignos de ser amados.

Volviendo a la obra, eso otro que ocurre en el escenario y que no tiene que ver directamente con el texto, ha sido una búsqueda de meses y ensayos, de propuestas de actores que quieren lograr una imagen que complemente más la emoción del momento que la descripción del texto. Por eso las luces cerradas y puntuales dejan ver lo esencial, el ambiente oscuro es propicio para elucubraciones adolescentes caicedianas y para que frutas, cuchillas y canicas engrosen el ritmo de las voces que cuentan sus intimidades.

Que la obra no sea literal y que además la representación de las imágenes no sea predecible es algo que uno como espectador agradece. Por ejemplo: cuando Víctor narra cómo es chupar el agua del cabello de Lulita, exprime con sus manos un mango maduro, y para quien ve la escena, todo es claro. Sería muy aburridor ver al actor chupando pelo o algo redundantemente parecido.

En el texto de Caicedo, todo es un sueño que acaba cuando la mamá despierta al joven que tiene una terrible pesadilla: que  Lulita lo humilla y no le abre la puerta. Por eso también hay que agradecer que en la puesta en escena el despertar no ocurre y eso nos deja siempre en el ambiente onírico del joven, que a diferencia del cuento, sí tiene nombre y se llama, como dije, Víctor.

El sueño es entonces el lugar en el que todo pasa y que no tiene otro tiempo que la eternidad, tan parecida a un domingo de tarde en cualquier ciudad o a la espera ante una puerta que no se abre, que ella no quiere abrir. Víctor se imagina cosas que debe estar pensando Lulita y viceversa, pero lo que imaginan los personajes no es cercano a  sus deseos. Ahora, hablando del tiempo, la duración de la obra, cercana a los cuarenta minutos, hace que sus numerosas imágenes y cuadros consecutivos se hagan disfrutables antes de llegar a ser sufribles o agotadores.

Es una puesta en escena que privilegia en sus acciones dramáticas la imagen poética por encima de la literalidad narrativa de Caicedo, por lo que sin dar concesiones, nos permite una experiencia teatral agradable y bella, sencilla pero elocuente. Esta obra demuestra que Fractal Teatro empieza a consolidar una propuesta teatral madura, con una estética definida y de riesgo poético, que además considera al público, pero que no lo subestima.

Fractal corrió el riesgo de montar un relato breve de un autor que ha sido endiosado por sus lectores (con justas razones, hay que reconocerlo), que además ha sido montado por muchos grupos, unos de mayor renombre que otros y que lo han convertido en un referente importante para la literatura y en un incunable del teatro colombiano. El texto además, ha sido llevado a escena por Fractal contrariando las preferencias de su difunto director, Carlos Santa (q.e.p.d.), a quien el angelito caleño no le parecía adecuado para la línea de trabajo del grupo, razón por la que esta obra ve la luz cuando no se completan dos años de su temprana muerte.

Bastante se habla de la imagen en el teatro, pero por más que llevemos mucho tiempo en el ejercicio de buscarlas y ponerlas a la vista del espectador, siento con gran satisfacción que lo logrado por los actores, el técnico y el director en “Lulita” es exactamente eso, un claro ejemplo de lo que es poner en imagen un texto narrativo: solo dos personajes (un hombre y una mujer), un texto breve, una cantidad limitada de luces con un diseño interesante, pequeños objetos y rápidos juegos poéticos que no se repiten, que despiertan curiosidad y abren posibilidades de interpretación.

La sensación que deja “Lulita” puede ser resumida en un fragmento de “Cartas a un joven poeta” de Rainer María Rilke, que por azares del destino encontré posteado por una amiga en Facebook y que sirvió para refrescarme la memoria. La frase dice: "Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo." Es así como se logra una obra bella y simple.

 
*José Ricardo Alzate.
Productor y actor también. Director de la Corporación Arca de N.O.E.
Egresado de Teatro de la Escuela Popular de Artes de Medellín. Comunicador Social - Periodista de la Universidad de Antioquia. Diplomado en Gestión y Producción Escénica de la ASAB.

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