"Los espectadores de teatro son sobrevivientes que se dividen en tribus"
Mauricio Kartun.
Las tecnologías avanzan sobre los
espectáculos, pero el teatro defiende la persistencia de un rito añejo y
entrañable, en el que público y actores comparten códigos y tienen tiempos
propios.
Tal vez el teatro ofrezca la
posibilidad de depurar aquello que nos presenta la realidad, y quizás por eso
un tiro de bala en una sala tenga una intensidad inalcanzable para miles de
balas televisivas. Con un ánimo divergente, una obra es capaz de tensar la
atención, agudizar los sentidos, afinar el discernimiento. "Uno intenta luchar contra las metáforas y la
realidad no deja de producirlas", afirma uno de los personajes de Ala
de criados, obra escrita y dirigida por Mauricio Kartún que se ofrece el Teatro
del Pueblo. De esa manera el teatro confronta con la sensibilidad capturada por
la industrialización de la cultura.
¿Sería
válido diferenciar a los amantes del teatro de los adoradores de la televisión?
Sí. En nuestra época se modificaron
las condiciones de recepción del teatro, articuladas a lo largo de unos
veinticinco siglos, porque hay espectadores que piden un tiempo diferente, el
tiempo que incorporaron a partir del cine y especialmente de la televisión, que
es el lugar donde se consume ficción a diario. Entonces, la vieja cocina del
teatro, que es una cocina de autor, donde la comida marcha en el momento en el
que la pedís, tiene unos tiempos que no se compadecen con cierta expectativa fast food que crea en el espectador el
ver televisión todo el día. El espectador de teatro es un sobreviviente.
Mantiene paciencia frente al hecho artístico y le aporta su propio tiempo, en
función de lo que ese hecho va a devolverle. Esta actitud se va perdiendo en
las nuevas generaciones, simplemente porque les faltó experimentarlo, porque
disfrutan de otros tiempos de recepción, porque no pueden ver la realidad sin
la velocidad de la edición.
Eso
haría difícil hablar de teatro popular.
Resulta difícil hablar de teatro
popular, más allá de que el teatro popular en general recurre a algunas formas
más o menos festivas que siguen teniendo vigencia. Basta ver, por ejemplo, la
experiencia notable del grupo Catalinas en La Boca, que es el teatro de la
comunidad hecho por la comunidad, asumiendo los códigos del teatro popular
tradicional, del sainete, el circo, los títeres. Esto es diferente al teatro de
literatura dramática, que exige tiempo, paciencia, y que paga con un enorme
disfrute.
Pero
todavía el teatro más exigente tiene predicamento en el país.
He recorrido buena parte de los
países en los que el teatro tiene tradición y presencia actual, y diría que no
hay una ciudad que tenga la producción teatral que tiene Buenos Aires. Es muy
difícil que al abrir la cartelera teatral de un diario en cualquier ciudad del
mundo uno encuentre, como se puede encontrar acá un sábado, 250 espectáculos
conviviendo en un espacio de cincuenta cuadras. Y es notable cómo se han
generado también distintas estéticas.
¿Cómo
se gestó esta presencia?
Creo que hay razones históricas,
sociales y económicas, como la Ley de Teatro, por ejemplo. Pero lo cierto es
que la cantidad de teatro que se hace en Buenos Aires es notable y está
sostenida por un público que le da sentido. El teatro argentino está creando
espectadores que, curiosamente, se dividen en tribus, algunas muy cerradas. Hay
gente que va a ver cierto teatro, por ejemplo, teatro joven, y que no entra
jamás a un teatro oficial. Existe el bando contrario, por supuesto. Y hay
espectadores del teatro comercial serio, de este teatro norteamericano-europeo
que suele versionarse.
Varios
directores del circuito off pasaron a esas salas.
Y le aportaron a ese circuito
nuevas ideas y maneras de mirar.
¿Es
artesanal el trabajo del dramaturgo?
Yo lo reivindico como artesanal. Me
encargo de manufacturar buena parte de los objetos que están en el escenario. Y
lo disfruto. El hecho de que sea artesanal da poder para disponer sobre la
totalidad de la estética de ese producto. También es artesanal en lo que hace
al manejo de secretos que se pasan de mano en mano. Como suelen decir los
carpinteros, "mi oficio no se
enseña, se roba". Yo a algunos les he robado y de otros he conseguido
generosas donaciones, como en el caso de Ricardo Monti, mi maestro. Pero la
única manera de entender esos secretos del oficio es haciendo teatro, probando
y mirando cómo lo hizo otro.
¿Cuál
sería el principal instrumento de trabajo?
El teatro es letra y música, y no
hablo del teatro musical. Un texto es un provocador de acciones y situaciones
teatrales, pero además es un fenómeno musical. Tiene una organización musical,
una armonía y una belleza que lo emparenta con lo musical. El teatro clásico
resolvía esto con el verso y lo musical estaba expresado en la métrica. Que
nosotros no usemos el teatro en verso no significa que la musicalidad haya
desaparecido. Ella está presente en las formas rítmicas, en un armado, en la
belleza de la palabra elegida, en su sonoridad. Pero ese gran atributo de la
literatura dramática lo hemos incorporado de una manera distorsionada, como en
todo país periférico que se alimenta de la cultura de otros por boca de los
traductores. Traductores que no se hacen cargo de la musicalidad sino apenas
del sentido estricto de la palabra. Para nosotros, que nos hemos alimentado de
Chéjov y Shakespeare, nos resulta difícil entender el fenómeno de lo musical en
el teatro; no es así para los españoles. La obra de teatro tiene una estructura
musical. Cuando uno elige una palabra, no elige solamente la que mejor
representa la idea del personaje, sino aquella que tiene capacidad de evocación
y que tiene la condición de nota en una partitura.
¿Cómo
afinar la actuación?
Actores, como músicos, los hay con
oído y los hay obedientes de la partitura. Son casos diferentes. Yo he
trabajado con actores que me modificaban la partitura de una manera
maravillosa. El gran ejemplo fue Ulises Dumont, al que jamás logré someter a
ninguna de las puntuaciones en las que yo creo de manera militante como
organizadoras de la respiración del actor y también de su ritmo. Ulises las
traicionaba a cada paso y creaba nuevas formas rítmicas a partir de mi palabra,
con su propio oído. Ese tipo de actor es capaz de crear su propia melodía a
partir de la partitura de otro. En otros casos, simplemente, como director he
aprendido a pedir que disfruten de la puntuación como forma de organización de
la idea del texto. En esa puntuación, el dramaturgo instala una hipótesis de
tiempo; y cuando se entiende el código de esa puntuación se transforma la forma
de entender el texto. Pero siempre se requiere que el actor entienda cómo darle
verdad a la palabra.
¿Cómo
se sostiene la repetición de la obra, diez, cien veces?
Es un misterio que sólo los actores
pueden entender en su propio cuerpo. La mayoría de ellos ni siquiera puede
explicarlo. Creo que pasa por el goce del acto mimético. Yo mismo, frente a la
repetición de la obra, empiezo a pensar en fórmulas para renovarla. Para
renovar el entusiasmo, intercalo observaciones, recupero cosas que se hicieron
en viejos ensayos. Y hay veces que siento que los actores me miran como
diciendo: "no hace falta avivar el
fuego, el fuego está presente". Hay que ver cómo se enciende el actor
minutos antes de comenzar la función. En segundos, queda atrás un día de mucho
trabajo o de mucho dormir y deja entrar al personaje, se convierte, acepta el
desafío de lo mimético y lo vive en un estado de gracia. Las buenas obras
hechas por buenos actores generan momentos sagrados.
Y
desde la intensidad del escenario, ¿cómo se siente al público?
El público sigue siendo para los
creadores de teatro el gran misterio. Es el misterio que no nos deja atarnos a
una fórmula. Más allá de que hay ciertas manifestaciones que estimulan al actor
-si el público ríe, el actor estará más cómico; si tose, estará más nervioso-
hay algo en la manifestación de la sala que carga al escenario de una
hipótesis. Siempre la interlocución con alguien es una hipótesis. El actor
acaba de conocer al público y crea una hipótesis sobre esa relación, y eso le
permite darle una forma a lo que hace.
¿Cómo
se dispone el tiempo?
El teatro es una forma curiosa de
condensación del tiempo. El teatro es tiempo condensado. Jarabe de tiempo. Las
obras de teatro nunca duran lo que duraría la realidad de ese fenómeno, aun las
que están escritas en tiempo real. El texto teatral se queda con lo necesario.
¿Cómo
relata el teatro?
El espectador, cuando se sienta, ve
algo, un relato que sucede frente a sus ojos, pero además hay alusiones. De
manera que se ha visto una obra pero ha imaginado al menos diez veces más que
lo visto. Hay un relato encubierto, en el cual el espectador, creyendo
disfrutar de lo que está frente a sus ojos, se carga de aquello que no ve. El
manejo solvente de la técnica teatral es aquel que logra la mejor ecuación
entre lo que se ve y lo que se alude. Cuanto mayor sea el volumen de lo aludido
sin apabullar al espectador en el marco de lo que debe ver, pues mejor es la
obra en términos de esa dialéctica. Hay un conocimiento condensado en el cual
en dos horas, en realidad, un espectador quizá vio cincuenta. Con esta virtud,
al teatro entonces no le cuesta traer una época a la vista del espectador a
través de pequeños rasgos que desarrolla a partir de un enorme sistema de
alusión. También crea un sistema ritual muy curioso: en el teatro conviven
presente, pasado y futuro. El teatro es un presente que continuamente está
aludiendo al futuro en la expectativa que crea sobre la resolución del
conflicto. Es un presente que alude a un futuro que está vivo en las
expectativas, mientras cuenta un pasado. Simultáneamente, el espectador hace su
tarea de incorporar conocimiento de los tres planos.
La política, convertida en
espectáculo.
Para Kartún, "la política, al representarse en la
televisión, ha ido generando una camada de políticos actores. Me consta que
muchos políticos han estudiado -o estudian- teatro para incorporar las claves
de la actuación. Pero en la medida en que la política se instala como una
hipótesis ficcional, el espectador empieza a entenderla como tal y ya no
importa tanto la verdad sino la verosimilitud, lo creíble. En esta deformación,
el político promete, comenta o critica con impunidad, en tanto lo que está
diciendo no tiene más que un valor ficcional. Nadie le va a reclamar nunca por
sus postulados o promesas. Y esto tiene que ver con que la política se ha
transformado en una especie de película frente a los ojos del espectador. Y el
espectador resignadamente acepta que cuando termina la película, cuando apaga
la pantalla de televisión, simplemente eso desaparece, eso deja de ser real."
"Me parece que parte de cierta zona de horror que vive la política
argentina en los últimos años tiene que ver en principio con esa
ficcionalización y la consiguiente farandulización que provoca, porque también
el político empieza a tomar los vicios de los actores, comienza a generar
espectáculo."
• Claudio Martyniuk | Clarín |
2010-05-23
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